Toño Gabelas

Toño Gabelas

04/02/2017 Literatura 0

Nía observó a
Gabelas. Se mantenía tranquilo, con la mirada sosegada, enmarcada en las cejas
tupidas. Carraspeó un poco, intentando aclarar la voz:

           –Amigo Santiago Modino, yo soy uno
de los representantes de la ley y, por tanto, he de cumplirla.

           Las protestas estallaron de
inmediato. Una mujer alta y corpulenta avanzó desde la mitad de la sala a
grandes zancadas y se encaró con el alcalde:

           –¿Qué coño es eso de la legalidad?
¿Acaso la ley nos amparó ante el desastre del treinta y cuatro? Dímelo tú, a
ver si me convences – se volvió hacia la concurrencia con una sonrisa burlona y
los brazos en jarra.

           El entusiasmo se desató en la sala
al clamor de “Viva la Pepona”.

           Ante el griterío un par de guardias
se asomaron y el regidor Paco Delás les lanzó disimuladamente una mirada
tranquilizadora.

           Antonio Gabelas parecía mucho más
delgado. Se había subido las mangas de la camisa y el espeso pelo ondulado y
negro estaba empapado de sudor. Alzó el brazo para llamar la atención de un
chaval con flequillo largo, sentado en el alféizar de una de las ventanas, y le
rogó que la abriese. Después se dirigió a la mujer, sin tutearla, como si no la
conociese:

           –Señora, la legalidad nos protege de
la locura. Yo no puedo entregarles las armas que ustedes me piden. Hemos de
evitar la ley de la selva. Entiendo sus temores que también son los míos. Pero
guardemos la calma y respetemos las órdenes de los que conocen mejor la
situación–. Sacó del bolsillo un papel, lo desdobló y lo enseñó a la
concurrencia –. Yo obedezco la disposición del Gobierno Civil.  
Berta Pichel: “Nía”

Fotografía: Familia de Antonio Gabelas

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