Animales

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09/08/2017 Reflexiones 0
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Compartir con honestidad las dolencias del corazón me resulta higiénico.

Entiendo que la percepción del sufrimiento depende de cada ser humano y de su capacidad de reaccionar ante los estímulos, internos o externos, que a menudo nos afectan. A ello se añade la experiencia, ese conocimiento que surge de haber vivido situaciones dolorosas y/o enriquecedoras.

Este verano repito una de esas tesituras que reaviva trances similares. En cuatro ocasiones parecidas, el pesar ha aterrizado en mis entrañas y se ha alojado en ellas cual arrendatario con contrato indefinido.

Yo no sé si los animales tienen alma o no. Poco me importa el debate, filosófico o científico, al respecto. La experiencia me dice que tienen sentimientos: hay en ellos ese “sentir” que muestra su ánima.

En La Portela de Valcarce, cuna geográfica familiar, descubrí mi amor por ellos. Era entonces una niña que disfrutaba, y mucho, de las vacaciones en casa de la abuela materna. Convivir con los animales, de la familia y de los vecinos, ha conformado mi particular mirada. Observar las vacas pastando en el prado; advertir la alegría de los cerdos cuando la abuela les ponía la verdura y la remolacha fresca; cabalgar por los caminos en el caballo de mis tíos; subirme cuesta arriba a lomos del burro de Luisín; presenciar el nacimiento de una camada de conejos que parecían ratas; recoger los huevos de las gallinas y seguir los pasos de apertura del cascarón hasta ver aparecer el pollito o despertar por la mañana con toda una coral de gallos. Todos ellos son tesoros que la vida me otorgó.

…Y los perros. A lo largo de mi vida he convivido con cuatro.

No tenía más de siete años cuando conocí, en casa de la abuela, al Pitís, el perro mestizo de orejas picudas y traje de hermosas manchas blancas y negras que yo mantenía lustrosas al enjabonarlo y acompañarlo en su nado por el río Valcarce. Correr, jugar, abrazarlo…era mi ocupación favorita. Hasta que desapareció. Jamás lo volví a ver. Llorar, añorar su lanita suave y acaracolada y preguntar, una y otra vez, se convirtió en el estribillo de un tiempo triste. Durante una larga temporada, constituyó uno de esos secretos familiares destinado a preservar a los pequeños de desconsuelos innecesarios. Solo al cabo de unos años, la abuela me confesó que había aparecido envenenado.

Mi adolescencia contó con otro amigo fiel: Tarzán, el pastor alemán que atemperó el recuerdo amargo de la desaparición del Pitís. Dorado, grande, atlético, corredor de fondo. Tiempos felices. La historia de amor con él se torció cuando, a mediados de los sesenta, el calamitoso éxodo rural hacia las ciudades obligó a la abuela a abandonar el pueblo y a trasladarse a vivir a nuestra casa de Ponferrada. Unos familiares de una localidad cercana se quedaron con él. Durante meses, Tarzán abandonaba de buena mañana su nuevo hogar para caminar unos diez quilómetros y acostarse unas horas ante la puerta cerrada de la casa de la abuela. Al atardecer, deprimido, iniciaba el camino de vuelta. En una ocasión coincidí con él. Aún me angustia pensar en su tristeza.

En mi primera juventud, amé a otro Pitís. Con este nombre bautizamos mi hermana y yo a nuestro nuevo perro de Ponferrada. Ambas quisimos perpetuar de esta manera el recuerdo del perro de la abuela. Pequeño, negro, vivaracho, simpático y cariñoso. Sin embargo, en él se repitió el destino cruel, el “fatum” de los clásicos. Nuestro pequeño Pitís ponferradino apareció, un buen día, con signos de envenenamiento y nada pudimos hacer por su vida. Solo llorarlo y recordarlo.

Durante muchos años me negué a volver a tener perro. Los argumentos me sobraban por doquier. Al fin, cuando mi hija cumplió los catorce, recibió el regalo largamente soñado: Floc. Este “copo” de color canela vino al mundo en uno de esos inusuales días de nevada barcelonesa. Lo adoptamos hace casi dieciocho años. Con él he vivido momentos vitales muy intensos, de muy diferente signo. Somos compañeros inseparables, amigos fieles y nos profesamos un amor en estado muy puro.

En este verano del 2017, el reto es afrontar el sufrimiento desde la experiencia, desde una actitud de aceptación. La vida es un don. Existen límites. Alfa y omega. Principio y fin. Floc es un ser centenario, envejecido, enfermo, al que le cuesta caminar, que se resiste a tomar las pastillas para el corazón, la artrosis, las infecciones…Pero siento que quiere continuar y me resisto a tomar decisiones.

Solo me asalta una duda mortificante: ¿Quiere continuar él o soy yo la que quiero que continúe?

Fotografía: Floc descansando en este verano del 2017

 

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