Miradas inquietantes
Antes
de ducharse, volvió a mirar de reojo el espejo circular, deteriorado y poblado de lunares
marrones que, insensible, reflejaba su imagen pálida y ojerosa. Entonces,
descubrió otra irritante huella, era una nueva arruga horizontal, apenas
visible, en la parte inferior del ceño que trató de mitigar con ejercicios
faciales siguiendo los consejos de la
primera monitora del gimnasio allá por fines de los ochenta, sí, exactamente en
el ochenta y siete, justo cuando Cora, emocionada, lo había invitado a comer al
Siete Puertas y le dio la noticia: “Amorcito –, le espetó con aquella voz
dulzona que tanto lo había seducido cuando la conoció en una de las fiestas
locas de la universidad –. Adivina, adivinanza…” Se hizo el remolón. A ella le
gustaba jugar, sentía una especie de hechizo por lo misterioso que a él le
resultaba especialmente seductor.