Reconciliación
Mi primer contacto con la Filosofía se inició allá por el fin de los sesenta, la década económicamente más exitosa del sistema franquista por aquello del “desarrollismo”, del tan cacareado “milagro español”, cuando los hijos de la clase trabajadora comenzábamos a acceder a estudios superiores.
En el Instituto Gil y Carrasco de Ponferrada un profesor joven, guapo y que nos tenía enamoradas a gran parte de sus alumnas bachilleres, de nombre “Don Aniceto” como correspondía al nomenclátor del santoral de la época, pero no a su carácter abierto y progresista, fue el primero que nos explicó el origen etimológico de la “filo-sofía”. Estaba alucinada. La “palabreja” quería decir “amor a la sabiduría”. ¡Qué hermoso! Amar el conocimiento. Entender, en aquella época oscura , de censura y control de la educación, los principios del saber a lo largo de la historia. Se abría una ventana y se posibilitaba la entrada de la luz en la caverna.
Las clases con Don Aniceto a lo largo de dos años supusieron para mí, y me atrevería a decir para mis compañeros, la auténtica apertura del telón en el teatro de la vida, de la observación más crítica del entorno.
Hace apenas unos días, murió otro de mis grandes profesores: el filósofo Gustavo Bueno. Grande de verdad. Aunque, a mi parecer, resulta exagerado calificarlo, como en los últimos días afirmaron algunos intelectuales, “el mejor filósofo español después de Ortega y Gasset”.
Con Gustavo Bueno, la Filosofía me resultó más enredosa, más inaccesible. El lenguaje de los filósofos, complicado, abstracto, de códigos un tanto crípticos, desviaron mi “amor”, mi interés, hacia otras disciplinas que tocaban más la realidad. Me olvidé de la “mayéutica”, de la “res extensa”, de las “mónadas”, del “monismo” y hasta del “superhombre”. Sin embargo, no arrinconé ese amor por el saber humano que forma parte de la historia. Simplemente, busqué otras vías.
Todo este prolegómeno tiene que ver con el ensayo de Michel Onfray; “Cosmos” que un amigo me recomendó. “Estoy leyendo el prólogo”, me comentó. “Y ¿de qué va?”, pregunté. La respuesta me pareció sugestiva: “De cómo el Cosmos reconcilia la historia del autor con la de su padre”. ¡Ostras! Me pareció increíblemente humano, práctico, sublime.
Acabo de terminar de leerlo y, os aseguro, que no me ha decepcionado. ¡Eso es Filosofía con mayúsculas!
En efecto, en el preámbulo se observa esa reconciliación de Michel Onfray con su padre. A mí “Cosmos” me ha reconciliado, de nuevo, con la FILOSOFÍA.
Prometo que os explicaré los motivos.