Quién me ha robado el mes de abril
En la parte superior de la pantalla apareció la ventanita “Reiniciar”. A punto estuvo de cerrar el portátil de golpe con la misma fuerza con que había visto en un reportaje cómo un orangután se enfrentaba a una máquina tala-todo en algún lugar de África o de Asia, o vete tú a saber de dónde. De hecho, le importaba poco el lugar. La cuestión era observar cómo la fuerza de unos siempre se imponía a otros. ¿Intentaba compararse ella a un orangután? Vade retro. Nada más lejos. Cada vez tenía más conciencia de que su fuerza vital, sus ganas de vivir, de escudriñar el mundo, de descubrirse a ella misma, se habían ido evaporando con la misma intensidad que el redondo rustido, cocinado el sábado para la comida del domingo, ya carbonizado sin piedad al olvidarlo en el fuego mientras intentaba corregir exámenes.
La tonalidad negra parecía acorralarla por momentos mientras el indicador “Reiniciar” recalaba en la pupila de sus ojos como los objetos punzantes de los fotogramas de Buñuel en El perro andaluz que tanto la habían impresionado en la juventud.
– Fran –gritó, a pesar del intento de controlar el tono de su voz–. Otra vez aparece la mierda de “Reiniciar” en la pantalla.
Dirigió la vista hacia la puerta del dormitorio a la espera de verlo aparecer en cualquier momento. Vano intento. La voz rota de Sabina inundaba el piso sin necesidad de esforzarse en rivalizar con los motores y los pitidos de los autobuses, de los camiones y del maldito parque automovilístico que, cada día, como si de atronadoras hormigas mecánicas se tratase, invadían la calle. La música seguía su camino, ajena a su irritación.: “Quién me ha robado el mes de abril…”. Eso mismo se preguntaba ella. ¿Cómo había consentido el espolio de gran parte de su vida y de sus sueños?
– Fraaaaaan –chilló con todas sus fuerzas.
– Espera un momento, joder.
Quizás tocaba armarse una vez más de paciencia. Sin embargo, apartó el portátil de la plataforma esférica del IKEA, lo colocó sobre las cama, le fastidió movilizar sus piernas estiradas en aquella especie de playa de látex y, en un intento de controlarse por enésima vez, se levantó con un objetivo claro. “Lo guardaba en un cajón, donde guardo el corazón…” A medida que se acercaba a la sala, los decibelios penetraban con fuerza en su tímpano.