Omrad
Vivimos en el mundo de la imagen. Tal afirmación se ha repetido hasta la saciedad. Aunque no soy muy dada a ello, cada día, velis nolis, visualizo demasiadas. Algunas de ellas reafirman mi yo poético, amoroso, hacia los demás y hacia mí misma. Otras me generan tristeza, dolor, incomprensión, rechazo hacia esa especie de locura de este mundo en el que alimentamos la animosidad,el sufrimiento, la violencia y hasta la guerra.
La fotografía del pequeño Omrad, el niño de Alepo rescatado junto con su familia de las ruinas de su casa tras otro de tantos bombardeos, recorrió el globo hace apenas unos días. Esta imagen sacudía mi alma, refugiada en la más absoluta tranquilidad en este bello rincón del Marenostrum, ese mar de culturas milenarias que España y Siria comparten. Mar en el que, un día sí y otro también, gente desesperada navega hacia la utopía por una vida mejor.
La he dejado reposar un tiempo, pero la imagen ha quedado grabada en mi memoria. Ese chiquillo, sentado en un asiento naranja, rodeado de ese color chillón, en otras situaciones paradigma de calidez y alegría, mira la cámara desde la más absoluta incertidumbre con ojos perdidos, el izquierdo a medio abrir. El cabello, hermoso, abundante, sucio y enredado; el pijama de verano con dibujos infantiles, como tantos que cada día visten nuestros hijos o nietos, junto con las piernas, los brazos y, sobre todo, la cara, aparecen llenos de moratones y de sangre. Todo resulta despiadado y trágico.
Lejos de mi ánimo se halla el deseo de transcribir en mi post un discurso simplista de bellas palabras. El peligro de demagogia siempre acecha a la hora de analizar esas tremendas diferencias entre mi mundo – a lo largo del verano he visto a muchos críos felices, incluida mi nieta, a la caza de Pokémons – y ese otro, al otro lado de nuestro Mediterráneo, sumido en el desastre de una guerra civil. Eso sin olvidar multitud de zonas donde las tragedias forman parte de la vida cotidiana.
“El hombre es un lobo para el hombre”, afirmaba Plauto y hasta el mismo Hobbes. ¡Pobres lobos! Siempre tendemos a culpabilizar a otros. A mí me cuesta aceptar semejante premisa a causa de mi visión más roussoniana de la naturaleza del hombre. Pero es evidente que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor.
Cuando la locura, la maldad, el daño, la agonía, la muerte, afectan a seres indefensos, algo de mi energía animal se remueve como un huracán que atrae hacia mi espíritu la rabia y es, en ese momento, cuando me resulta difícil controlar la irritación y volver a mi centro.
¿Cuántos niños han sufrido las consecuencias de esa energía ciega y destructora que conduce al mundo? ¿Cuántos miles de millones de seres indefensos han padecido a lo largo de la historia esos comportamientos agresivos, ese construir muros, trazar fronteras, fabricar armas cada vez más mortíferas, mostrar total desprecio por la naturaleza y por sus moradores, ese provocar dolor y odios eternos?
Como soy un granito minúsculo del granero del mundo, simplemente me apunto a pedir perdón por tanta demencia. Huiré de mis demonios acompañada, una vez más, de Raimon:
No,
jo dic no,
diguem no.
Nosaltres no som d’eixe món.