A mi madre
En mi aventura vital, mi madre tuvo un papel determinante. Hasta aquí no descubro nada nuevo en la existencia del resto del mundo animal.
Sin embargo, con los años he conseguido ordenar las piezas en el puzzle de mi vida al reconstruir, desde la infancia, mi propia historia. Son esas circunstancias de la biografía particular, y en especial las de la niñez, las que condicionan el devenir posterior.
Nacer mujer en los años cincuenta y en la España franquista no era un asunto baladí. Tampoco lo fue para los miles de millones de mujeres que me precedieron. Lo sé. Por fortuna he dedicado gran parte de mi vida a conocer la Historia, explorar la Literatura y bucear en la Filosofía, disciplinas que también modelaron mi personalidad.
La escritora italiana, Elena Belotti, afirma que desde antes de que un ser humano nazca o sea incluso consciente, se inscribe en su cuerpo lo que luego aparecerá como su destino.
Supongo que en el mío, en los genes, en el destino, pesaron y mucho el deseo de mi madre de no querer tener más que un hijo. Y yo ya llegaba tarde: soy la segunda. Una de esos “segundones” como la propia Historia nos califica a menudo. Pero, hete aquí, que la decisión paterna se impuso, como era de esperar en aquella época al igual que en tantas otras, y la vida me dio una oportunidad. La pretensión de mi padre de tener un hijo varón que inmortalizase el apellido se convirtió en el capricho que me abrió la puerta a este mundo.
Así pues, como hija “adicional” y como hijo “malogrado”, vine a parar a una familia que me acogió, supo cuidarme y donde el amor jamás estuvo ausente.
En mi desarrollo, el espejo materno configuró mi personalidad. Mi madre no era una mujer que admirase el modelo femenino tradicional. Ella intuía y experimentaba su propia condición de mujer, supeditada a las decisiones del mundo masculino. A su manera, lanzó gritos silenciosos de protesta contra la idea de nuestra debilidad. Desarrolló una fuerza inmensa que la convirtió en una trabajadora infatigable, portadora de la economía doméstica, integradora de la familia, no solo la nuclear sino la extensa, acogedora de todos. Pero con una inquietud omnipresente, casi una obsesión: sus hijas tenían que estudiar. No era la estética, la belleza, esa feminidad mal entendida, la que nos haría libres. Era el estudio, nuestra formación intelectual, la que nos premiaría con una independencia que facilitaría nuestra libertad.
Todo eso mamé de mi madre. Todo eso y mucho más. Así pues, de manera inconsciente, como “hijo malogrado” traté de ganarme a mi padre. A lo largo de mi vida no me he preocupado especialmente en desarrollar la feminidad seductora, basada en el aspecto físico y en acicalarme, idea que, por tradición, correspondía a la mujer. Por otra parte, como “hija adicional” intenté, por mero instinto, corresponder al ansia por la cultura de mamá.
Descubrir esos “anclajes” del puzzle me ha liberado. Jean Paul Sartre lo verbalizó en alguna ocasión al afirmar que “incluso el pasado puede modificarse, los historiadores no paran de demostrarlo”. La consciencia de esa realidad, tal vez ya presente en mis ancestros femeninos, me ha liberado de permanecer fiel a esas herencias.
Gracias, mamá, por esa energía, por esa fuerza que imprimiste a mi esencia, y por abrirme las puertas a la LIBERTAD amada.
Pintura: Vickie Wade