TRAVESÍA DE IDA Y VUELTA POR EL GIL Y CARRASCO

TRAVESÍA DE IDA Y VUELTA POR EL GIL Y CARRASCO

19/06/2018 Mis microrrelatos 0

 

“La infancia es un privilegio de la vejez. No sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca”

Mario Benedetti

Llegar a la mitad de la década de los sesenta, como es mi caso, con aceptables facultades físicas y mentales es ya de por sí un auténtico privilegio. Convencida de tal premisa, a menudo me permito el placer de sumergirme en lejanos momentos de mi existencia, conservados como si del más valioso tesoro se tratase.

Fui una de aquellas niñas de la España de finales de los cincuenta cuya familia abandonó el campo para trasladarse a la ciudad. A los ocho años sentí que perdía mi Paraíso al desplazarnos desde La Portela, regada por el Valcarce y engalanada por frondosos prados y bosques, a una Ponferrada en pleno desarrollo industrial, con un medio ambiente maquillado por el trasiego de las partículas negruzcas del carbón que se extraía en minas cercanas, calentaba nuestras cocinas, se exportaba y constituía el alimento de la Central térmica de Compostilla.

A principios de la década de los sesenta, a pesar del denominado “desarrollismo” de la política franquista, la situación económica de la clase trabajadora, a la que pertenezco, no era nada boyante. Así pues, pocos bercianos tuvimos el privilegio de estudiar. Eso sí, ello acarreaba un gran sacrificio para nuestras familias. Ante tal realidad, en la ciudad de Ponferrada solo existía el Instituto Gil y Carrasco, único centro público para bachilleres, y a él fuimos a parar todos los estudiantes de la comarca, incluso los que llegaban del Barco de Valdeorras.

En mi memoria guardo recuerdos de las dos fases de mi vida por las que transité en el espacio amado del Gil y Carrasco. Entre ambas transcurrieron mis cuatro años de estancia en un internado de Sant Cugat del Vallés (Barcelona).

En aquella Ponferrada del inicio de los sesenta, meca de inmigrantes y de crecimiento demográfico intenso, comenzaba la primera fase de mis estudios. Fue una etapa corta de dos años: desde el examen de ingreso hasta segundo curso del “Bachillerato Elemental”.

Con solo diez años, pisaba un edificio que me pareció imponente, viejo y austero, como correspondía al esquema arquitectónico del antiguo convento agustino. Todo el mundo lo conocía como “el instituto”. Tal denominación superaba con creces el pequeño espacio seguro de “la escuela”.

Recuerdo el “Examen de Ingreso” como una dura prueba. Hoy la podríamos calificar de traumática para niños en torno a los diez años. Constaba de un examen oral y público que versaba sobre muy diversas materias (Geografía, Historia, Lengua, Religión…) y otro escrito de Matemáticas y Lengua.

Presidía la inmensa sala del Examen Oral un “Tribunal” formado por cinco o seis profesores de especialidades diferentes, parapetados tras unas mesas enormes cuya altura llegaba a mi barbilla. La Presidenta, una señora muy obesa –ignoro si el pintor y escultor Fernando Botero la llegó a conocer– nos nombraba uno a uno, y todos acudíamos cual ovejas al matadero. “Viriato fue un pastor lusitano que se rebeló contra los romanos y…” –me sabía la respuesta al dedillo, pero titubeé–. Los nervios me atenazaban. Mi zapato derecho frotaba inconscientemente el izquierdo. Sin percatarme, mareaba la bolita decorativa de la nívea piel que, la noche anterior, mamá había lustrado con esmero. De pronto, aquella especie de florecita que tanto me gustaba, se desprendió cual pétalo mortecino, justo cuando mis labios pronunciaban la frase: “se rebeló contra los romanos”. En un acto reflejo, bajé la vista para comprobar el desprendimiento de la minúscula esfera. “Señorita, ¿qué demonios hace usted?” –gritó la mujer inflada–. El vozarrón me devolvió a la realidad: “…y fue asesinado por tres de sus capitanes”. Imaginé a papá, situado tres bancadas a mis espaldas, respirando tranquilo. Su pupila había salido airosa del trance y de todas las pruebas, según supimos después.

Recuperé a mis antiguos compañeros del Gil y Carrasco en la fase del denominado “Bachillerato Superior”.

El ambiente de los últimos años de los sesenta nada tenía que ver con el período anterior. Tras el derribo del antiguo convento, el Ministerio de Educación decidió construir en el mismo lugar un nuevo centro de líneas modernas y grandes ventanales. La modernidad se impuso en muchos órdenes: en el vestuario, las jóvenes optamos por la minifalda y los pantalones; los chicos por los cabellos largos al estilo Beatles.

En el examen final de una de las materias, un compañero fiel a la nueva estética recibió el reproche de la tal vez modelo inspiradora de Botero: “Joven –le recalcó con voz irónica–, cabellos largos, ideas cortas”. El camarada con aire displicente le respondió mirando fijamente el cabello a lo garçon de la profesora: “Y cabello corto, ninguna idea”. La réplica le costó al colega la repetición del curso y, finalmente, si quería aprobar, el traslado de expediente al instituto de Astorga. Los tiempos no habían cambiado tanto como deseábamos.

Aun así, una nueva generación de profesores abrió caminos pedagógicamente interesantes. Inolvidable el nuevo estilo de Don Aniceto Núñez, joven profesor de Filosofía. Las reflexiones colectivas en sus clases generaron en nosotros un interés auténtico por la lectura, por el estudio e iniciaron nuestra capacidad crítica. Él mismo, con el apoyo del director, Don Manuel Lozano, el Padre Carro y otros profesores, pusieron en marcha un interesante cine-club. “Fellini ocho y medio”, “El acorazado Potemkin” y otras muchas películas, prohibidas por el régimen en las salas comerciales podíamos verlas en el mismo instituto o en el Cine Bergidum. Tras el visionado del filme se abría un activo foro. En los estudios tampoco faltaron el teatro o las fiestas pro-viaje fin de curso en la novísima discoteca El Temple.

El nuestro fue el penúltimo Preuniversitario, sustituido posteriormente por el COU. Realizamos las pruebas de Selectividad en la Facultad de Veterinaria en León. Allí, a pesar de los nervios, logramos poner la guinda final de un período de gran compañerismo. Asumíamos el Carpe diem.

En las Navidades del año 1999 nos reunimos para celebrar los treinta años del final de nuestro bachillerato. Espero con ilusión el próximo año, 2019. El cincuenta aniversario será apoteósico. Lo deseo.

Fotografía: Curso de Preuniversitario (1969-1970)

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